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viernes, julio 30, 2004

The flying bar



Microrelato de Gustavo Signoret

 

Pero entonces, cada mañana, al despertar veía por la ventana al tipo que dormía en el banco de la parada de colectivos. Y todas las mañanas, parecía estar más contento que yo. Cuando hacíamos contacto visual, nos saludábamos. Algunos días, me tocaba el timbre para que le diera algo de comer. De alguna extraña manera, el tipo conocía mis movimientos mucho mejor que yo. Nunca me había despertado con el timbrazo, nunca me había interrumpido. De hecho, creo que siempre tocaba el timbre en los momentos que estoy al pedo; esos en los que darnos la oportunidad de ejercer la caridad casi nos cae en gracia. A veces, llegué a pensar que me tocaba el timbre de favor. Nunca lo vi comiendo.
Tenía un sobretodo verde y, cuando lo desplegaba, aparecían un montón de bolsillos y bolsillitos agregados, cosidos con hilo de caja de pizza. Siempre sacaba algún objeto y contaba la historia que le correspondía. Uno de sus preferidos era una foto de un viejo mascarón de proa. Me hacía acordar a Neruda. Pero me gustaba más como hablaba mi amigo, el paria. Era menos romanticón.

Nunca llegué a entender muy bien porqué la gente da de comer a las palomas. Y mucho menos porqué lo hacen los mendigos. Quizás porque es el momento que tienen para compartir algo. Las palomas son las únicas que aceptarían sus miguitas.
Lo mejor de la ciudad es el Homeless Chess Club. Un espacio callejero donde se juntan todos los atorrantes de la bahía a jugar ajedrez. Como si ellos también quisieran participar del privilegio de pertenecer; como en una propaganda de tarjeta de crédito. Nunca había visto tantas palomas y mendigos juntos. Ahora, me da la sensación que se parecen.

Casi todos mis vecinos tienen alguna mascota. La mayoría tienen perros. Y la mayoría son blancos. Es extraño. Todos los pasean en el único parque que hay en el barrio. Todos los llevan con bozal y juntan la mierda con una palita amarilla. No sé por qué razón todas las palitas son amarillas.
Los mendigos tienen a las palomas. Son mascotas part-time. Son fáciles de conformar a la hora de comer. Cagan al vuelo. Cagan chiquito. De ser posible, cagan a la gente. Todo es cuestión de puntería.

Ahora mi amigo, el paria, está parado en el sol de la vereda de enfrente. Lo veo por la ventana del dormitorio. Él no va al chess club. No le gusta esa gente. Hasta los parias tienen fobias. A él le gusta alimentar a las palomas que se posan en la puerta de la librería. De vez en cuando, le gusta darse vuelta y mirar los libros en la vidriera. Como si pensara que en alguno de esos mamotretos está la solución. Como si pensara que algún día... Como si hubiera solución.
A él le gusta pasar la tarde parado en la puerta de la librería. Y yo, cada vez que lo veo, pienso en qué cosa lo mantiene parado. Esto es San Francisco. Y ese tipo, parado, corroído y barbudo, rodeado de la últimas palomas de la tarde; una tarde que se escurre, que se va chamuscando como el pelo quemado, con su olor particular de muerto. Ese tipo parado, convencido y sonriente: ese hombre es el sueño. El gran sueño americano.









n1m10 at 12:29

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viernes, julio 23, 2004

Libro



Poemas del libro inédito 'Chan Marshall', de Luis Chaves.

 

Slender fingers / slender limbs

No se trata del compacto
que sonó mientras dormías.
Ni siquiera es la noche
que una ambulancia enloquecida
rasga por la mitad.

Entonces por qué esa voz
que te ordena:
basta ya de lloriquear
por lo que no te fue dado;
de dónde la voz que dice:
basta ya de esa cebolla
en lugar de corazón. 

 

Chan Marshall se duerme oyendo su canción preferida

De pie, en mitad del jardín,
silenciosa como la fotosíntesis
que ocurre a su alrededor.
Eso es lo que hay.
Eso y el humo invisible
de aquellos cigarrillos
que alguna vez fumó
sentada en el suelo
en una habitación a oscuras.

 

Traducción libre de un tema inédito de Chan Marshall
 

i
 
Arrancaron la hiedra.
De raíz. No les fue fácil, sin embargo.
Emplearon podadoras,
palas y guantes para no lastimarse.
Esa hiedra que tardó años en cubrir
la pared al fondo del patio.
Aferrada al concreto, parecía resistirse.
Era su territorio.
Si hubiera podido hablar
no lo hubiera hecho,
habría gritado,
no hubiera perdido el tiempo
en hacerlos entrar en razón
porque el objetivo de esta mañana
era cortarla, ver la pared lisa, perpendicular.
La hiedra dejó marcas
como huellas de ave pequeña,
similares a las que dejan en la arena
los pájaros marinos.

Tenías dieciséis en esa foto,
atrás la hiedra crecía como un cáncer.
Sin simetría, con determinación.
Dieciséis y ya sabías
lo que las manos no alcanzaban,
lo que era tu nombre escrito en tinta china,
lo que era una canción repetida hasta dormir,
despertar con ella.
Sabías de esta ciudad de tullidos,
obesos y descompensados,
condenada a la pequeñez.
La hiedra nada sabía de eso
pero crecía detrás tuyo
en la misma foto
donde aún tenés dieciséis
y ya la pared está totalmente verde,
cubierta por la hiedra que no sabe
lo que nosotros sí.
Por eso pueden cortarla de raíz,
con esfuerzo pero con éxito.
Al sol le da lo mismo,
igual cae directo sobre la pared
donde no está tu sombra.
Ni la hiedra.

 
ii
 
La lluvia sobre tu nombre
escrito con tinta china, ¿recordás?
Empezó a correr sobre el papel,
sin simetría, con voluntad propia.
Como lo haría una hiedra en la pared
donde alguien hubiera podido tomar una foto
a la niña de dieciséis,
que ya no era niña,
obsesionada con la palabra deformidad,
dormida escuchando la misma canción
que ya es difícil precisar de dónde proviene
si de adentro o de afuera
yellow hair / you are such a funny bear
Y las cosas que crecían sin saber nada de esto.
Durmiera o no la niña, crecían, como el cáncer.
La hiedra también.
Entonces el nombre se convertía en otra cosa:
una mancha negra sobre papel,
como una enfermedad
o la idea que tenemos de la enfermedad.

La hiedra en cambio
no tiene ideas.
Si se enferma, muere.
La niña tiene ideas,
se enferma, muere.
Pero la hiedra estaba sana,
seguía creciendo,
empezaba a invadir la casa del vecino.
El vecino tullido que vive con su madre,
la madre obesa,
la familia descompensada
que tenemos de vecinos.
De todas formas, la cortaron de raíz
aunque estaba sana,
de un verde temperamental.
No porque tuviera ideas la planta
sino por cosas que explicaría mejor
un biólogo o un botánico
o tal vez la gorda de al lado
que vive hablando de su jardín,
del jardín y de la voluntad de un dios
que le envió un hijo tullido
como castigo tal vez,
por obesa,
por gorda,
por solterona,
por vecina,
por que sí.

Porque no hay razón para nada,
un día algo está sano,
la mañana siguiente lo arrancan de raíz.
Un día se tiene dieciséis
y la vida es una extensa playa en la tarde,
la arena tatuada con huellas de pájaros marinos.
Y ese momento dura lo que dura
una canción que se repite
hasta entrar en el sueño
mientras lo demás sigue creciendo,
dentro y fuera,
en silencio,
lejos de la simetría,
con determinación.

 

Titular

La pregunta es:
¿seré tan estúpido
como la música que me gusta?
O la pregunta es:
¿qué se leerá en los titulares?
Un linaje que abandona los bosques
y desarrolla el cromosoma
de la inseguridad.

En el futuro está la mañana
en que te pasearás por el parque
y en la sombra del monumento ecuestre,
para mayor precisión,
en la sombra de la mano
sobre el adoquinado,
colocarás el tetrabrik vacío
como si el benemérito brindara
por vos, por ella, por la patria,
por la tribu de reductores de cabezas.

Pero todavía falta el paso del tiempo,
cubrir esa curva descendente
que el calendario traza
en números enteros,
y la música que escucho
aún no supera la inutilidad
de escribir en verso
lo que a todas luces es prosa.
Alguien tiene que decirlo:
más que literatura,esto es deforestación.

 

Síntesis

De un día entero de trámites
en la ciudad,
un solo recuerdo:
los peruanos del parque
y la versión con instrumentos andinos
de una canción pop de moda.
Del mes, una certidumbre:
muchas madres fuman
durante el embarazo
y conocemos a sus hijos.
Del año, una conclusión:
el ave nacional es el pollo frito. 

 


Lo demás es literatura

Escribo la historia de una hiedra,
la niña y los desenlaces.
Todo oyendo una canción
que me hubiera gustado componer.
Todo porque hoy tampoco viste a tu hija
y no encontré palabras de consuelo. 

 

 
Chan Marshall dixit (versión larga: Dr. Elephant)

Una vez dijo que bailar
es una exageración.
Otra noche vio pasar a un indocumentado:
la mitad de su sombra en el asfalto;
la otra en la pared. 

 


Los otros
 
San José no fue más
que luces a la distancia:
una constelación administrativa
que de noche disimula el subdesarrollo.

El resto, latas vacías de una cerveza
que despreciaron por tibia;
la bombilla insuficiente
de un carro con puertas abiertas;
el sentimiento que, devaluado,
llamamos afecto. 

 


X

El rumor del televisor ajeno
se mezcla con lo que llaman
?la voz de la conciencia?
mientras muerdo el pan
y queda la forma de mi boca,
y no es fácil explicar la relación
entre estas cosas,
ni por qué insistir en contarlas.

 
Las hormigas que me dio culpa fumigar
secaron finalmente la hiedra.
Bajo esos mínimos y detenidos relámpagos
que son los tallos sin vida
se descubre, en el concreto,
la imprenta de uno de los albañiles:
Dago / 1947.

 

 
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El disco Moon Pix (Matador, 1998) de Chan Marshall sugirió muchos de los textos aquí reunidos, y casi toda su atmósfera. Slender finger/ slender limbs es frase de una de sus canciones, lo mismo que yellow hair / you are such a funny bear.

Traducción libre de un tema inédito de Chan Marshall no es una traducción.

Chan Marshall, Mauricio Molina, Osvaldo, Florencia y G.W. son víctimas de mi atrevimiento. No pedí permiso. Ahora pido disculpas.

 
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Luis Chaves (Costa Rica, 1969) publicó tres libros de poesía: "El anónimo" (Ed. Guayacán, Costa Rica, 1996), "Los animales que imaginamos" (CONACULTA, México, 1998) e "Historias Polaroid" (Costa Rica, 2000). Entre sus destacadas virtudes, cuenta con una asombrosa vocación para beber y un característico mal ojo para elegir sus amistades. Un grande.

Codirige la revista de poesía latinoamericana Los amigos de lo ajeno


 
 
info: 
 
Fragmento del libro "Historias Polaroid"

"La aparición de "Historias Polaroid" (2000) le bastó al costarricense..."

i    El poema que ocupó el lugar de una hiedra
 
 












n1m10 at 22:10

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sábado, julio 17, 2004

poema



Fever Skies
by Chan Marshall  i

 
 
in the beginning there wasn't much.
everything in half.
half of thisand half of that. to combine,
to adjoin.
when time got later all began it's seeking.
seeking to separate.
seeking forseparation.
half want to eat,
half like to hunt. half like to play,
half want to think.
to confuse, to adjust.
after the fever skies all the half were dead.
after the fever skies all the half were eating.
dinosaurs and friends alike.
to exist, to exit.
then what was it, how you say, cold as hell.
ha.ha.
how you say,
ha ha ha. 
  
  
 
info:

i "Canta lento cuando cantes mi canción"

i "Cat Power es el nick de Chan Marshall, una mujer nacida en Atlanta..."

 











n1m10 at 23:45

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martes, junio 29, 2004

Bukowski



"Los mejores a menudo mueren por su propia mano sólo para huir y aquellos que quedan atrás nunca pueden entender por qué alguien querría huir de ellos".







n1m10 at 16:21

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lunes, junio 28, 2004

La nota idiota



Los riesgos de la grafomanía
La sociedad de los poetas muertos



Escribir poesía es perjudicial para la salud. Es al menos lo que se desprende de The cost of the muse: Poets die young, un estudio científico realizado por el profesor James Kaufman del Instituto de Investigación del Aprendizaje de la Universidad Estatal de California, en San Bernardino. Según el informe, publicado en el oscuro periódico Death Studies, los poetas mueren antes que los novelistas, los dramaturgos y los escritores de no-ficción. El doctor Kaufman llegó a esta conclusión luego de haber analizado el caso de 1987 escritores célebres muertos, oriundos de Norteamérica (incluyendo México y Canadá), China, Turquía y Europa de Este. Tras procesar varios diccionarios biográficos, halló el siguiente resultado: los poetas vivieron un promedio de 62,2 años, los dramaturgos estiraron hasta los 63,4; los novelistas por su parte llegaron a soplar 66 velitas, mientras que los más longevos resultaron los autores de noficción, con 67,9 primaveras. ?La imagen del poeta como una figura clásica, condenada a morir tempranamente, puede ser avalada por los hechos?, resume Kaufman. Y no son John Keats, fallecido a los 26 años, Lord Byron a los 36 o Rimbaud a los 37 entre tantos otros quienes van a desmentirlo.
A la hora de buscar una explicación a esta tendencia a vivir rápido y entregar un cadáver joven, Kaufman explica: ?La poesía puede atraer a gente propensa a la autodestrucción. La poesía tiende a ser más introspectiva, expresiva y emotiva que la ficción y la no-ficción. Estar en un campo subjetivo y emotivo se asocia con la inestabilidad mental?. Y agrega: ?Si uno rumia mucho, es más probable que se deprima, y los poetas se la pasan rumiando?. Este comportamiento se vería agravado por la soledad de su trabajo, un aislamiento que no comparten los dramaturgos, ensayistas o biógrafos, que necesitan interactuar con otros individuos que participan de su labor, rompiendo así el cerco del autoconfinamiento. Para el psicólogo, a esta razón hay que sumarle la ?naturaleza mística de los poetas?, quienes creen muchas veces que su trabajo es el resultado del dictado de ?una musa, una inspiración divina?. Por este motivo, quienes escriben versos atribuyen erróneamente sus poemas a una entidad externa, y no disfrutan del ?crédito? de lo que han obtenido. Esto se traduciría en un ?aumento del riesgo de depresión y de otros desórdenes emocionales?, principalmente ?entre las mujeres con poca autoestima?.
Si el oficio de escribir es violento con los bardos, parece ensañarse particularmente cuando son de sexo femenino. En un trabajo anterior, The Sylvia Plath Effect: Mental illness in Eminent Creative Writers, James Kaufman había analizado el caso de 1629 escritores con signos de enfermedad mental. Esta vez concluía: ?Se encontró que las poetas tenían una mayor propensión a sufrir enfermedades mentales que las escritoras de ficción o un escritor de cualquier tipo?. Un segundo estudio incluyó artistas visuales, actrices y políticas, con idéntico resultado. ?Es lo que he llamado el efecto Sylvia Plath?, recuerda Kaufman, quien también podría haber bautizado el fenómeno ?Alfonsina Storni? o ?Alejandra Pizarnik?. Marcada por el suicidio del padre, cuando ella tenía tan sólo 8 años, la norteamericana Sylvia Plath se volcó tempranamente a la poesía, persiguiendo con obsesión la perfección del estilo. A los treinta años, luego de varias tentativas, escribió sus últimos versos y se suicidó.
Ante estas observaciones, James Kaufman se place en verificar el cliché del poeta maldito, que carbura con ajenjo, opio y sustancias varias hasta consumirse en un destello fulgurante. Admite como al pasar que otro factor que explica que los poetas figuren como muriendo más jóvenes, ?es la notoriedad alcanzada a temprana edad, ya que producen a los veinte años eldoble de obra que los novelistas?. Contrariamente al poeta, un novelista que desaparece a los 30 difícilmente deje en este mundo su obra magna, y por eso no aparece en las estadísticas.
En todo caso, Kaufman parece preocupado por la escasez de estudios empíricos sobre este asunto. Insta a ?ayudar a las jóvenes poetas en peligro para que controlen a su musa en vez de ser tragadas por ellas?, antes de hacer un llamado cívico a los psicólogos para salvar a esta especie de rápida extinción. Nada dice James Kaufman sobre cómo podría afectar esta terapia la calidad de la poesía.

Alejo Schapire

de 'Radar Libros', Diario Página 12




n1m10 at 17:27

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